El amor, la clave mágica de Rafaela Garay

Así lucía Rafaela Garay Meneses durante su desempeño como maestra primaria en Nicaragua.

Han pasado más de 15 meses desde que la vida, a la que siempre agradeceré el haberla conocido y entrevistado no pocas veces por razones de mi profesión, me colocó en la encrucijada de escribir o no sobre su partida física. 

Abrumada por tanta muerte asociada a la epidemia de Covid, días antes había declinado, por sentirme incapaz de ello, la propuesta (más bien la encomienda) de reseñar la vida de un espirituano de brillante trayectoria que acababa de fallecer. Pero ese 22 de septiembre la lealtad a ella y la presunción de que si no lo hacía yo Rafaela Garay Meneses podría quedarse sin una crónica de despedida pudieron más que mi dolor.  

Sus hijas Claudia y Gabriela, quienes vivieron todo el episodio asociado a la enfermedad y deceso de su madre desde la distancia (ambas residen en su Nicaragua natal), arribaron a Cuba hace solo unos días. Decidieron honrar la memoria de Rafa en una reunión familiar con algunas de sus amigas más cercanas, quienes han laborado durante décadas, con mi única excepción, en la esfera educacional. 

Digo algunas amigas porque me consta que ella tenía montones de amigos y amigas verdaderos, y también cercanos. Si no fuera porque conozco de al menos una persona que le hizo sufrir con una acción, diría que nadie en este mundo le quiso mal. 

Entre anécdotas de risa y llanto transcurrió la velada, frente a la fotografía de una mujer sonriente, como siempre fue ella, precedida por flores; una especie de altar que le creó su esposo Rosbel desde que tuvo en sus manos las cenizas de la mujer a la que trajo de Nicaragua junto a sus cuatro hijos, que hizo también suyos. 

«Allá dejé mi ombligo, aquí casi seguramente dejaré los huesos», me confesó en una entrevista a propósito del aniversario 40 de los Círculos Infantiles, a los que dedicó más de 30 años de vida y corazón, de los casi 40 que laboró en la esfera educacional de Sancti Spíritus. 

Quienes tuvimos el privilegio y la posibilidad de escuchar las historias narradas por Claudia, Gabriela y Rosbel (también las invitadas narramos las nuestras) nos conmovimos mucho al corroborar lo que la mayoría sabía ya: anteponía el trabajo a los quehaceres hogareños, era capaz de regalar lo más insospechado si sabía que alguien lo necesitaba, sentía devoción por cualquier niño, ponía de escudo ante el mayor dolor o sufrimiento la más amplia y sana de sus sonrisas. 

«El amor todo lo puede», declaró aquella mañana de la citada entrevista, en la que estuvo rodeada de infantes. Fue una de las muchas veces que conversamos de tú a tú, pero la única en la que el diálogo profesional versó sobre su vida con la intención expresa de publicar. Escogí la frase para titular el material, apoyado por una foto donde lucía feliz, junto a varios pequeños. 

Tal frase, por decisión familiar, presidirá la lápida junto a sus restos, que desde un día próximo de enero descansarán en el cementerio de Sancti Spiritus. Y es que esta mujer única, como la califiqué en mi crónica de despedida, lo que más prodigó y predicó a lo largo de su vida fue exactamente eso: amor, mucho amor.

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Apagones y cumpleaños

Antes y ahora, los apagones en Cuba han obligado a modificar la rutina familiar.

Si hubiéramos esperado a que la crisis pasara para celebrar los cumpleaños de las niñas hubiéramos corrido el riesgo de que su infancia transcurriera sin festejo alguno. 

Era la década del 90 y el período especial en tiempo de paz, cuyo fin nunca se decretó, pero yo enmarco allá por 1997, no nos dejaba elección en ninguno de los terrenos: había que inventar lo mismo el jabón que el champú, la ropa, el perfume, el calzado o la comida. !La comida era lo peor! 

Las celebraciones no constituían fiestas propiamente, en medio de un panorama en el que la alegría, si bien no se extinguió, palideció de manera notoria. Mirando las fotografías de la época compruebo ahora que, además de las panetelas caseras, que corrían a mi cargo, era posible recurrir a los kakes de las dulcerías. Y alguna que otra vez pude hacer los coquitos acaramelados (en mi infancia los llamábamos yemitas) que tanto a mis hijas como a quienes solían acompañarlas en esas fechas les gustaban mucho. 

Ellas no tenían otro antecedente y eran felices. Corrían y jugaban en la acera, o en el patio de la casa de algún niño vecino. Asimilaban (o no) los inventos de turno, alguno de los cuales apareció en la mesa solo una vez, por inaceptable. Tal fue el caso del picadillo de cáscara de plátano burro. Tampoco el arroz «microjet», una invención para hacerlo rendir más, contó con buena acogida, por lo que ahorrarlo siguió siendo la única opción.

Pero, en honor a la verdad, nunca les faltó ninguna de las comidas diarias, una realidad lejana para muchas familias cubanas de aquel entonces, que terminaron padeciendo la muy llevada y traída neuritis óptica, o la más común aún neuropatía epidémica. Ambas surgieron, lo sabemos todos, por un déficit nutricional que se trató de contrarrestar con vitaminas repartidas a nivel de barrios, cuadras, casas, desde las instituciones de salud. Como si las vitaminas no despertaran el hambre. 

Algunas de estas realidades me han venido a la mente a propósito de la celebración de los cinco años de Marcel Eduardo. De la nueva crisis. De los apagones y la carencia de ofertas en la red de establecimientos públicos. De la falta de recursos en los hogares. De las comparaciones. De las quejas, ahora no siempre a nivel de seno familiar, sino en muchos casos difundidas, cuales bocinas indiscretas, por las redes sociales de internet.

No es ni remotamente lo mismo, y no me canso de subrayarlo. Entonces nadie a kilómetros a la redonda tenía nada significativamente distinto a su vecino. Nadie en la población, como regla, accedía a más recursos que nadie.

No era que en una familia se carecía, digamos, de pollo (bendita la mesa que contara con tal plato sin tener que sacrificar la cría familiar, para la que, si era que existía, tampoco había alimento) y en otra se recibieran enormes cajas del producto con una periodicidad, digamos, mensual. Eso sucede ahora, dependiendo de en cuál sector se desempeñe cada quién, o de algún otro factor que desconozco al detalle. Éramos más iguales, algo que se nos enseñó desde la cuna y que se nos volvió ley, al menos en la sociedad nuestra. 

Mis hijas vistieron y calzaron, mayormente, lo que una tía les enviaba desde «afuera». Ropa y calzado que otra niña había usado, pero que les salvaron la apariencia y una buena dosis de comodidad en la infancia. 

Las tiendas en divisa surgieron por aquel entonces (1994), y en mi caso personal hallaba la salvación en transitar, cuando paseaba con mis niñas, por calles diferentes a las de las vitrinas con juguetes que no podía comprar. Eran minoría. Aún no les he perdido el rechazo, aunque debo reconocer que entonces eran también casi el único síntoma de diferencia social. 

Marcel Eduardo pudo tener, semanas atrás, su celebración de cumpleaños. Con poquísimos niños, justo los necesarios para alcanzar un globo per cápita. Los globos tampoco salen baratos ahora, ni están por ahí a la venta en cualquier mercado. Marcel y sus amiguitos comieron, rieron, jugaron, disfrutaron de una piñata, y no precisamente «de afuera»…  

La fiesta transcurrió íntegramente sin música, lo cual nos libró, a algunos adultos, del reguetón malo, pero también a los pequeños de las canciones infantiles. No fue capricho de nadie: estaba planificado el apagón, que se extendió algo más que la celebración en sí misma.

Noté, al remontarme al pasado, que en los cumpleaños de mis recuerdos lo que había era «alumbrones». Nadie sabía cuándo se iría o llegaría el fluido eléctrico, cuya ausencia se extendía a veces casi las 24 horas del día. La internet era, si acaso, un sueño para algunos en este lado del mundo.

Buscábamos alternativas. Algunas veces servían solo de remiendos, y malos. Pero sobrevivimos y los hijos de los padres de entonces crecieron, asumo, sin el trauma de lo que no tenían, porque esas carencias fueron suplidas con amor, esfuerzo, inventiva, esperanza y lecciones de vida dirigidas a enfrentar y superar las dificultades.

Ya al final de la tarde, me dio risa escuchar al papá de Marcel mientras, todo embarrado por el talco que alguien puso en la piñata, parafraseaba un viejo refrán. Con expresión de ironía, pero sin dejar de sonreír satisfecho, comentó: «En casa de un trabajador eléctrico, cumpleaños sin electricidad». 

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Crónica de la semana después

-Adelanteeee, se escuchó detrás de la puerta, luego de un toque breve. La abrí y me asomé. Allí estaba, frente al ordenador, con el torso inclinado. Sobre la mesa, la libreta de apuntes, cuidadosamente colocada, y un bolígrafo dispuesto, junto a la relación de tareas más reciente.

-Dime, Borrego.

-Entra, China. Espérate un momentico, déjame terminar este párrafo.

Abierta en su pantalla, una página de El Universal, o de La Jornada, o de otro periódico de renombre, en los que husmeaba a diario y de los que aprendía. Un chisme amarillista, las confesiones de algún político y los pormenores de algún juicio por corrupción coloreaban la plana.

El asunto podía versar sobre alguna imprecisión en un texto, que solicitaba aclarar, del modo más cordial del mundo. “Tú no vas a estar allí, junto a cada lector, para explicarle lo que quisiste decir”, justificaba. O podía tratarse de la opinión de un internauta bajo un material de mi autoría, que sugería considerar en atención a su utilidad. “Yo me meto aproximadamente la tercera parte del día moderando comentarios”, dijo más de una vez, y estaba claro que, aunque cansona, aquella misión merecía, a su juicio, que se le confiriera gran importancia.

Entonces una llamada lo interrumpía. Alguien lo convocaba a una reunión o respondía a alguna consulta suya, dentro o fuera del periódico. Podía ser referente a una pieza para alguno de nuestros desvencijados carros, una gestión dirigida a ayudar a alguien en específico o la solicitud de una cobertura periodística de relativa inmediatez. Podía también tratarse de Elizabeth, su hija, desde La Habana, o de Carlitos, su hijo, desde la unidad donde cumplía el servicio militar en Matanzas. Entonces los ojos se le encendían y las sonrisas le alumbraban el rostro.

Las últimas charlas telefónicas antes de alguna relativa a su salud —con informaciones al estilo de “dormí bien, sin fiebre ni tos, y tengo apetito, que ya es bastante”—, tuvieron como motivos una vieja fotografía impresa para calzar una entrevista, que él mismo fue a buscar a la casa del entrevistado, y la queja de una lectora a raíz de un reportaje reciente, vertida debajo de otro material en la edición digital de Escambray.

Ahora que lo recuerdo, hubo también otra plática:

-¿Viste el número de visitas en el trabajo? (no recuerdo ahora cuál)

-No, ¿cómo voy a verlo? Esas herramientas solo las tienen ustedes.

-No, señora, usted también tiene una ahí. Coges el móvil, te paras encima del sumario, más o menos a la mitad, y deslizas el dedo hacia abajo; ahí te sale la cantidad de visitas y el número de comentarios.

-Espera, déjame comprobar. Ay, sí, Borrego, qué bueno está eso.

-Ese es un método que implementó Mirelis hace poco.

-Tienes que explicárselo a todo el mundo.

-¿Ah, sí, China?, entonces ahora yo me voy a parar al lado de cada periodista, en medio de las restricciones de la covid, y le voy a mostrar con el celular cómo hay que hacer.

-No, señor, pero puedes explicarles por teléfono, como acabas de hacer conmigo; o enviarnos un correo, diciéndonos a todos.

-Está bien, China, veremos cómo hacer. Cuídate, chao.

Es así que he sabido cuánto nos leen por estos días. Hay números, debajo de cada sumario de esos (de los cuales se infiere la noticia que nadie de Escambray pudo escribir en un lead), reveladores del interés por su persona. Él, que de todas las maneras posibles esquivaba cualquier probabilidad de constituirse en noticia.

Desde el lunes 4 de octubre, cuando el dolor y la negación comenzaron a conjugarse con los recuerdos, que brotan a deshora y se convierten en crónicas, escritas o no, se torna recurrente el regreso a sus envíos por correo electrónico. Los ideó para compensar la ausencia de aquellos intercambios de lunes donde se hablaba de todo cuanto concerniera al medio. Bajo el título Señales de la cuarentena, primero, y Sin derecho a réplica, después, informaba, reflexionaba, agradecía y sumaba al compromiso.

“En conclusiones, para los reporteros, correctores,
editores: SE ACABÓ COVID-19 EN ESCAMBRAY. Ahora es la covid hasta que se acabe o nos acabe, que también pudiera ocurrir”, escribía, jocoso, en el envío 28, del 16 de septiembre, donde rectificaba la escritura de la enfermedad a partir de las consideraciones de nuestro colaborador en materia del uso del Español.

“Arturo, como un trinquete, como Chacón, ya está
en Corrección, aunque teme por su padre”, apuntaba en el mismo correo, en el que reseñaba el estado de cada uno de los enfermos del colectivo, parte de ellos ya reincorporados y otros aún sin el diagnóstico, que vino después, como el suyo mismo, que entonces no estaba ni siquiera contemplado entre las posibilidades.

En estas jornadas de extremo surrealismo, o de realismo mágico, he escuchado nuevamente algunos de sus encargos: un foniatra para Crespo, luego del infarto cerebral que lo dejó casi paralítico; un par de literas para acondicionar el cuartico que evitaría los viajes de los noveles periodistas residentes fuera de Sancti Spíritus; la bandera de Gran Bretaña para el encuentro con el embajador de ese país, que esa tarde visitaría Escambray; una plaza en el círculo infantil para la mamá o el papá que lo necesitaban.

Giré el picaporte de la puerta, pero nadie respondió adentro. Por el costado izquierdo apareció Ana y nos abrazamos a llorar. “Cómo se me escondía por las mañanas, para asustarme y luego reír”, me decía ella. Y yo que sí, que lo sabía, que hasta mencioné algo de eso en mi crónica. Esa propia tarde de miércoles se la leí por teléfono.

Me he bebido las cuatro páginas especiales de la edición de este 9 de octubre, la única que no lo tuvo al pie de la computadora del departamento de Yoleisy, para el título de impacto o el diseño de lujo. Y juro que no lo escuché por la línea telefónica ni lo leí en correo alguno: lo oí de sus labios, cuando todos nos volvimos a la vez en el salón de los reporteros, ante su súbito llamado a mitad de mañana.

“Permiso— dijo, con su cortesía habitual, alargando la “o” y asomado al recinto, mientras su mano sostenía la puerta de cristal—. Esto va para todos ustedes, periodistas de vanguardia, o de pacotilla, según decidan en lo adelante: desde hoy se acabaron las croniquitas lloronas en el periódico. Ya desperdiciamos bastante espacio, así que vamos a ponernos para lo que interesa”.

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