Jamás la escuché jactarse de algo, pero era visionaria. Muchas veces le oí decir que no había accedido a perforar los lóbulos de mis orejas por temor a que la rubeola, que padeció durante la gestación, hubiese dañado mi corazón incipiente. No vivió para saber que, aunque mínimamente, estaba en lo cierto.
En su vehemente afán de protegerme, cuestionó con ardor el que cierta composición de infancia no hubiese ganado, como ella presumía, el premio que me habría permitido viajar a Europa. Pero la vida me ha dado la oportunidad de compensar con creces aquella decepción: la desoí entonces, mas estudié en Europa. Y ahora le regalo este premio que me confieren, consciente de que si alguien sembró en la casa la semilla de las lecturas, de las que partió todo, fue ella.
Halando la madeja para encontrar su punta me remito a las polémicas en torno a obras literarias, que sostenía con un primo, con una tía paterna, con el que entendiera de arte escrito y estuviera dispuesto a una charla útil. Y a las fotografías de los mártires de la Patria, que clavadas con puntillas en las paredes de adobe nos miraban a los cuatro hermanos, sin que sus historias nos fueran ajenas.
Cuando, ya madre de una hija pequeña, me aparecí en Escambray con un título de Licenciada en Ciencias Filológicas, alcanzado en la URSS, jamás imaginé que hallaría allí casa y familia. Es poco decir que en el periódico aprendí el arte de redactar, con cierta veta literaria que ya se sabe de dónde viene: allí se moldeó mi carácter, rebelde y justiciero aún, porque las esencias no cambian jamás.
Conocer el alma de la gente de esta provincia me resultó posible, ante todo, a través de las cartas a una columna que no ha dejado de perseguirme al cabo de los años. Tanto he aprendido de ellas que ya me atrevo a describir a quien remite los manuscritos o los textos impresos por el modo en que expone las ideas. Y es a esos lectores a quienes más agradezco, en primer lugar, mi incursión en el periodismo, del que me sentí ajena incluso cuando ya llevaba casi una década poniendo mi firma bajo los escritos.
Muchas circunstancias acuden a la mente a la hora del recuento, pero se hace preciso escoger algunas. Opto entonces por el olor a plomo, las guardias hasta casi la medianoche en aquellas tiradas diarias, el Che (Peláez, nuestro administrador de tantos años) llevando la máquina de escribir sobre el motor, para que pudiera seguir trabajando incluso con alguna de las niñas enfermas; los viajes a lo más recóndito de algún municipio en busca de historias, mientras más desconocidas mejor.
La superación, la obsesión por el correcto uso del lenguaje, los héroes del día a día, los sucesos insólitos que a veces me colocaron cara a cara con un dolor profundo, que era preciso también publicar porque la vida no es color de rosa, y porque a eso nos enseñaron desde la propia dirección del medio: aunque se trate de un accidente, siempre hay testigos y la historia debe ser contada.
Aliento, esperanza, comprensión, apoyo, cura. Todo eso he encontrado en la casona de la calle Santa Ana No. 10. Sin lo que hemos vivido juntos de nada valdrían ni las mejores habilidades adquiridas en la más encumbrada universidad del mundo. Confieso que he necesitado, a veces, una paz que no suele reinar por mucho tiempo en la redacción, pero también a eso aprendí a aprender: el periodismo no puede hacerse en una urna de cristal, requiere de emociones, intercambios, cotejos amistosos, charlas amigables.
Admiré a los mayores, procuré beber algo de los más nuevos. No sé todavía si lo conseguí. Me lancé a la aventura en el ciberespacio, sobre todo a la hora de procurar testimonios que estaban lejos, y que llegaron a través de Facebook o de Whatssap, con su carga de heroicidad cuando se trata de médicos cubanos que salvan vidas en el exterior. Y aún no termino de asombrarme de la grandeza que se esconde detrás del más humilde de los habitantes de esta tierra.
Cierto día en que procuraba rescatar a mi padre de la desmemoria que lo acechaba se me ocurrió hablarle de Escambray. El orgullo danzaba en mis palabras cuando él, de pronto, me interrumpió, jocoso, para formular un cuestionamiento serio. Su humor era el de antes, sentí que volvía a ser él. Había visitado el periódico y conocido a algunas de sus gentes.
“Habría que ver qué has hecho tú (remachó el pronombre) para que tu periódico sea uno de los mejores de Cuba”, dijo con una risa socarrona. Divagué. Hablé de los buenos periodistas con que contábamos, de un equipo; mencioné algunos nombres. Desde entonces me ha perseguido su observación incisiva, a la que agregó, al ser preguntado: “A mí me habría gustado ser periodista”, y luego: “Un periodista crítico”.
Mi padre fue escritor autodidacta. En aquella propia charla, desde la posición en que lo coloqué, como en un desquite, me habló de cosas que habría cuestionado, la muerte lenta de las cosechas cafetaleras en mi Guisa natal, por ejemplo.
Ahora podría decirle que sí, que he hecho algo por mi periódico. Y ese mínimo aporte lo dedico, además de él y de mi madre, quien al borde de la jubilación por enfermedad se tituló universitaria, a todos los que me han permitido hacerlo. Incluyo a mis hijas, a quienes robé horas de cariño, y a mis nietos, que son hoy por hoy la inspiración mayor.